lunes, 2 de abril de 2018

MARÍA MAGDALENA: PRIMERA MISIONERA

MARÍA MAGDALENA
PRIMERA MISIONERA, NOS CUENTA SU ENCUENTRO CON EL RESUCITADO 


EN SU MIRADA había vida, la vida, toda la vida. Me miró y yo, presa de espanto, de alegría también, no pude pronunciar su nombre. Fue Él quien pronunció el mío. ¡María, María...! Y yo no cabía en mí de gozo, y lloraba, y suspiraba, y sabía que era Él, pese a que las lágrimas lo distorsionaban como si fuese un fantasma. Aquella era su voz, la de siempre, la voz de cuando nos conocimos en una calle de Cafarnaún, la que rasgó Galilea con parábolas y enseñanzas, que tronara en el mismísimo templo de Jerusalén para expulsar a los mercaderes y cambistas, la voz que reía y se gozaba en la amistad, la voz que susurró a mis oídos palabras de aliento, ternura y vida, la voz que junto al lago despertase la esperanza de los pobres, y gritase contra los poderosos sus crímenes y atropellos. Sí, era su voz. No podía ser otra. Y ahora resonaba en mis oídos con la armonía prodigiosa que sólo Dios sabe crear. 

“¡María, María...!” Y entonces balbucí su nombre: ¡Jesús!, y al pronunciarlo pronuncié en él toda mi vida, mi pasado, mi presente, mi futuro. Mis recuerdos, uno a uno, desfilaron en las cinco letras que lo componen, y en ellas encontraron su luz y sentido, su plenitud. Y me atreví a mirarlo. Y su mirada se posó nuevamente en la mía. Desde entonces solo veo desde sus ojos. Y fui feliz, era feliz, soy feliz. Y esa felicidad, esa mirada, esa presencia... me arde por dentro y no puedo hacer otra cosa que transmitirla, comunicarla, anunciarla, proclamarla, gritarla... Como Él me dijo: “¡No me retengas. No te quedes ahí parada. (Y es que yo estaba como embobada contemplándolo y tocándolo con mis manos) Encuentra a los hermanos y anúnciales que Dios me ha dado la vida, que ellos, los poderosos, no vencieron, es la vida la que siempre vence, la que se abre paso aunque parezca que solo queda la muerte” 

Y desde entonces mi vida creo que no ha sido otra cosa que un anuncio, pregonando que Él sigue vivo, que Él es la vida, toda la vida. 

“Pero Maestro, ¿eres Tú?” Y en mi pregunta llegó el miedo, la duda, la incertidumbre. Y se echó a reír, con esa risa tan suya que poblaba nuestros corazones de alegría, la alegría de un Dios Padre y cercano a nosotros, los más pequeños y olvidados de nuestro pueblo. Y a mi me dio por pensar sino era una broma pesada que me gastaba la falta de sueño o el mucho sufrir de los últimos días. 

“¿No serás tú el jardinero? Si sabes dónde han puesto su cuerpo dímelo que yo iré a buscarlo” 

Y allí estábamos los dos al lado del sepulcro vacío, en la luminosidad cegadora de un día recién estrenado, yo resistiéndome a creer lo que veía y Él contemplándome más radiante que nunca. 

“No tengas miedo, María. ¡Qué voy a ser el jardinero! ¡Soy yo, estoy vivo! Nuestro Dios es un Dios de vivos, no de muertos.” 

Y estas palabras me traspasaron el alma, me cambió el rostro, creo que me poblé de flores, de todas las primaveras. Es como si el universo circulase por mis venas y mil galaxias reventasen en mis entrañas. Parecía enamorada. Acaso mucho más. Ahora tenía la certeza, era él, sí, y no podía ser otro. Era el mismo que días atrás fue torturado, desfigurado, el que nosotras desclavamos con luto y resignación. Sí, era Él. Le dimos sepultura mientras nos deshacíamos en lágrimas. El sepulcro frío, oscuro, lúgubre lo acogió en su seno. Una losa selló la entrada. Los hombres la pusieron. Nosotras marchamos de allí desconsoladas, con el corazón roto y desgarrado. 

Y ahora estábamos allí los dos, junto al sepulcro vacío y estrenando vida, su vida y la mía también. Él estaba vivo, sí. Y no era el jardinero. Jesús era su nombre. Y volví a pronunciarlo con todo el gozo del mundo. No se cuantas veces lo dije, parecía como loca. Lloraba y reía al mismo tiempo. También Él lo hacía. 

“¡María, no tengas miedo!”, volvió a repetirme. 

Y entonces miré sus manos, las mismas que me abrazaran, las que partieron el pan la noche de Pascua, (que tanto miedo pasamos cuando se lo llevaron preso), las manos que tantas enfermedades y miedos ahuyentaron, las manos que dijeron no al soborno, las que trenzaron un látigo en el atrio del templo, las manos que acariciaron a niños, mujeres, y a todos los desvalidos que a Él se acercaban. 

También me fijé en sus pies, esos que caminaron los senderos de Israel: de Galilea a Judea, sin importarle pisar tierra samaritana, esos que tanto sabían de caminos, rutas, cansancio; pies de un compañero entre compañeros, ungidos y torturados, pies del que anuncia con urgencia el Reino que viene, que ya llega, el de la vida. 

Sí, esos eran sus pies, sus manos, su voz, sus ojos, su mirada... Y en su mirada había vida, la vida, toda la vida. 

Eché a correr. No quise mirar atrás. El sepulcro se quedó vacío. La colina del Calvario ya no me produjo miedo. La calles de Jerusalén, aún solitarias, eran distintas a cuando en la noche me dirigí a la tumba a embalsamar el cuerpo de Jesús. Eché a correr y no miré atrás. Estaba segura, era Él y no podía ser otro. Estaba vivo. Corría en dirección a mis hermanos para anunciarles la buena nueva: “¡He visto al Señor, Él se me ha aparecido y me ha dicho que os anuncie que está vivo, rotundamente vivo!” 

Y corría y la mirada se me llenaba de luz, la luz de sus ojos, que me hacían verlo todo de manera diferente. Y corría y corría sin cansarme, oyendo la respiración en mis sienes. Llegué, me presenté en medio de mis hermanos, irrumpí en su silencio, en el abatimiento de todos y les di la Gran Noticia: “¡Está vivo y a vosotros me envía!” 


Feliz Pascua de Resurrección.

Paco Bautista, sma



Paco Bautista
Misionero SMA

SOCIEDAD DE MISIONES AFRICANAS
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